Hacía cuarenta días que habíamos partido de Timor cuando de repente, en medio del océano, una isla apareció en nuestra proa. Solitaria, deshabitada y de acantilados inaccesibles, hoy la llaman “isla Amsterdam”.
Los hombres no pudieron desembarcar, pero esa noche descansé a sotavento sin olas ni viento. Al día siguiente, seguimos hacia el oeste. ¡Adiós montaña, gracias por tu abrigo!
Y yo pensaba que estaba sola en este océano…
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